LA CONSULTA
¿Por qué atrae tanto la noche a los jóvenes?
Tienen tendencia a retrasar su reloj biológico y muchas actividades propias de su edad se celebran de noche | |
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JOAN CARLES-SURÍS - 14/11/2004
Instituto Universitario de Medicina Social y Preventiva de Lausana
La adolescencia es la transición entre la infancia y la vida adulta. Suele empezar con la pubertad (o, como me decía un padre, cuando tu hijo o tu hija empiezan a cerrar la puerta de su habitación) y acabar cuando se logra la independencia emocional y económica de los padres.
En este recorrido para llegar a la edad adulta, uno de los hitos es empezar a salir de noche. Para los jóvenes, la oportunidad de salir por la noche es un hecho diferencial importante con respecto a los niños, un paso más en el camino de hacerse mayores y entrar en el mundo de los adultos. De hecho, es la conducta que siguen sus principales modelos adultos (sus padres): irse a la cama a la hora que les apetece. Pero, además, la noche también tiene unos ingredientes dignos de un guión de Hollywood: a una medida de aventura, añádase una dosis de misterio, unas gotas de prohibición, una cucharada de secreto, un pellizco de canallismo y un aroma místico...
Para acabar de rematarlo, los estudios sobre el ritmo de sueño a esta edad indican que los adolescentes, a diferencia de los niños y los adultos, adquieren un retraso en su ciclo de sueño/vigilia. Dejados libres (caso de las vacaciones, por ejemplo), tienen de manera natural una tendencia a retrasar su reloj biológico, con lo que se acuestan más tarde y, lógicamente, también se levantan (y empiezan a funcionar) más tarde. Es decir, que cuando a los adultos nos empiezan a entrar unas ganas locas de caer en brazos de Morfeo, es cuando los adolescentes más en forma están (gráficamente, es como si sus padres se rigiesen según el huso horario de Barcelona y ellos según el de Nueva York). Hasta tal punto, que ya existen escuelas en EE.UU. que inician las clases más tarde para adaptarlas a este ritmo juvenil con buenos resultados. También hay que reconocer en favor de los jóvenes que hay ciertas actividades propias de su edad (los conciertos por ejemplo) que sólo se dan por la noche y que gran parte de la oferta lúdica más atractiva que se les ofrece hoy en día es mayoritariamente nocturna.
Asimismo, si el día se asocia al trabajo o a la escuela y a las obligaciones cotidianas, la noche se asocia a la libertad. Por un lado, no están bajo la tutela de los padres (que están durmiendo o, al menos, lo intentan), lo que les permite ser ellos mismos y encontrar su sitio en este mundo. Por otro, están fuera del horario escolar (los profesores también intentan dormir) o laboral y no tienen que levantarse a una hora predeterminada al día siguiente. Finalmente, hay menos control y más posibilidades de poner a prueba o rebasar los límites impuestos, otro de los hitos de la adolescencia.
Como padres, nos queda aclarar el punto del toque de queda. Durante el día, este problema no se plantea: si se sale por la mañana hay que volver para el almuerzo, si se sale por la tarde, hay que estar en casa a la hora de cenar. Pero por la noche no existe este tipo de obligaciones. Y es ahí donde empiezan aquellas discusiones que todos hemos tenido en algún momento de nuestras vidas con nuestros padres y que ahora tenemos con nuestros hijos: negociar la hora de volver a casa. Sobre todo, teniendo en cuenta que a Pol o a Núria o a cualquier otro colega siempre le permiten volver una hora (como mínimo) más tarde que la que acabamos de pactar. Y es que la hora límite marcada para volver a casa también confiere un cierto estatus entre los jóvenes.
Para acabar, déjenme contar que la madre de una adolescente me decía que prefería que su hija no volviese a casa antes de las 6 o las 7 de la mañana. La razón era muy sencilla: a esa hora el metro ya funciona y prefería que volviese en metro que en cualquier vehículo (de dos o cuatro ruedas) con un conductor poco fiable. Alguna ventaja tenía que tener el hecho de que los jóvenes cada vez alarguen más la noche.
Instituto Universitario de Medicina Social y Preventiva de Lausana
La adolescencia es la transición entre la infancia y la vida adulta. Suele empezar con la pubertad (o, como me decía un padre, cuando tu hijo o tu hija empiezan a cerrar la puerta de su habitación) y acabar cuando se logra la independencia emocional y económica de los padres.
En este recorrido para llegar a la edad adulta, uno de los hitos es empezar a salir de noche. Para los jóvenes, la oportunidad de salir por la noche es un hecho diferencial importante con respecto a los niños, un paso más en el camino de hacerse mayores y entrar en el mundo de los adultos. De hecho, es la conducta que siguen sus principales modelos adultos (sus padres): irse a la cama a la hora que les apetece. Pero, además, la noche también tiene unos ingredientes dignos de un guión de Hollywood: a una medida de aventura, añádase una dosis de misterio, unas gotas de prohibición, una cucharada de secreto, un pellizco de canallismo y un aroma místico...
Para acabar de rematarlo, los estudios sobre el ritmo de sueño a esta edad indican que los adolescentes, a diferencia de los niños y los adultos, adquieren un retraso en su ciclo de sueño/vigilia. Dejados libres (caso de las vacaciones, por ejemplo), tienen de manera natural una tendencia a retrasar su reloj biológico, con lo que se acuestan más tarde y, lógicamente, también se levantan (y empiezan a funcionar) más tarde. Es decir, que cuando a los adultos nos empiezan a entrar unas ganas locas de caer en brazos de Morfeo, es cuando los adolescentes más en forma están (gráficamente, es como si sus padres se rigiesen según el huso horario de Barcelona y ellos según el de Nueva York). Hasta tal punto, que ya existen escuelas en EE.UU. que inician las clases más tarde para adaptarlas a este ritmo juvenil con buenos resultados. También hay que reconocer en favor de los jóvenes que hay ciertas actividades propias de su edad (los conciertos por ejemplo) que sólo se dan por la noche y que gran parte de la oferta lúdica más atractiva que se les ofrece hoy en día es mayoritariamente nocturna.
Asimismo, si el día se asocia al trabajo o a la escuela y a las obligaciones cotidianas, la noche se asocia a la libertad. Por un lado, no están bajo la tutela de los padres (que están durmiendo o, al menos, lo intentan), lo que les permite ser ellos mismos y encontrar su sitio en este mundo. Por otro, están fuera del horario escolar (los profesores también intentan dormir) o laboral y no tienen que levantarse a una hora predeterminada al día siguiente. Finalmente, hay menos control y más posibilidades de poner a prueba o rebasar los límites impuestos, otro de los hitos de la adolescencia.
Como padres, nos queda aclarar el punto del toque de queda. Durante el día, este problema no se plantea: si se sale por la mañana hay que volver para el almuerzo, si se sale por la tarde, hay que estar en casa a la hora de cenar. Pero por la noche no existe este tipo de obligaciones. Y es ahí donde empiezan aquellas discusiones que todos hemos tenido en algún momento de nuestras vidas con nuestros padres y que ahora tenemos con nuestros hijos: negociar la hora de volver a casa. Sobre todo, teniendo en cuenta que a Pol o a Núria o a cualquier otro colega siempre le permiten volver una hora (como mínimo) más tarde que la que acabamos de pactar. Y es que la hora límite marcada para volver a casa también confiere un cierto estatus entre los jóvenes.
Para acabar, déjenme contar que la madre de una adolescente me decía que prefería que su hija no volviese a casa antes de las 6 o las 7 de la mañana. La razón era muy sencilla: a esa hora el metro ya funciona y prefería que volviese en metro que en cualquier vehículo (de dos o cuatro ruedas) con un conductor poco fiable. Alguna ventaja tenía que tener el hecho de que los jóvenes cada vez alarguen más la noche.
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